Hola, lectores y lectoras.
Como os comenté en uno de mis anteriores posts, estoy recuperando de mis archivos de memoria (de los de mi cabeza, de mi antiguo ordenador desapareció sin dejar rastro) un relato que escribí hace tiempo (tanto que los ordenadores funcionaban solo a base de diskettes)
Basándome en lo que recuerdo de aquel relato, lo estoy reescribiendo e iré colgando de vez en cuando en el blog el resultado, a menos que alguna editorial se interese en él antes de acabarlo, en cuyo caso tendréis que esperar a que se publique :-D
En serio, la idea es ir publicando conforme lo escribo. Solo lo releo una vez, para asegurarme de que no hay errores evidentes de ortografía o continuidad, así que os pido que seáis comprensivos si veis algún desliz del tamaño de un portaaviones.
Lo bueno de esto es que escribo sin presiones de cantidad de palabras, la historia va a ir por los derroteros que ella misma quiera, tendrá los capítulos que necesite, y acabará cuando lo crea conveniente.
Os recuerdo que, al acabar, diseñaré una portada y lo pondré a la venta en Amazon por si os apetece tenerlo correctamente maquetado y un poco más en condiciones de como lo veréis aquí (si no lo pilla antes una editorial, repito... ¡eh! ¿alguna por aquí? XD)
Podéis compartir enlaces a las entradas siempre que queráis en blogs, twitter, facebook, boca oreja o a través de dos envases de yogur unidos por un hilo si queréis, pero os pido que no saquéis el contenido de este blog.
Todo lo que publique a partir de ahora es, por supuesto, de mi propiedad, está registrado, y no puede usarse o ser reproducido sin mi permiso (ya, ya lo sé, pero había que decirlo)
De momento, la historia no tiene nombre. Sospecho que ella misma lo elegirá conforme se vaya desarrollando.
Por supuesto, me encantaría que comentaseis en el blog vuestras impresiones, que me digáis si os gusta o la odiáis profundamente (bueno, esto no me gustaría tanto)
Vuestros comentarios podrían influir, y seguramente lo harán, en el devenir de la historia.
Y sin más, os pego el primer capítulo. Espero vuestros comenterios. Y os agradeceré eternamente que difundáis la existencia del proyecto, del blog, o como queráis llamarlo. Os recuerdo que podéis suscribiros para no perderos nada.
Nos leemos
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CAPÍTULO 1
Como
cada noche, Ricardo volvía a casa mucho más tarde de la hora a la que marcaba
su contrato que finalizaba su jornada laboral.
Profesor
adjunto en la Universidad de Málaga.
No sonaba
mal, se repetía a sí mismo mientras bajaba del autobús y enfilaba el camino de su
casa con las manos metidas en los bolsillos, y el cuello del abrigo subido para
tratar de protegerse del frío enero de Málaga. En unos meses, la ciudad se
llenaría de turistas ávidos de sol y playa, pero hasta entonces, la humedad que
se calaba hasta los huesos hacía que la sensación térmica fuese de muchos
grados menos que los que marcaban los números rojos del letrero de la parada
del autobús.
A
sus veintisiete años, había conseguido mucho más que lo que otros consiguen en
una vida entera de sacrificios. Solamente había publicado un libro, pero lo
había hecho a lo grande, y eso le había abierto muchas puertas. Recordaba los
momentos iniciales, ese nerviosismo impaciente por ver sus palabras escritas en
algo físico, algo que traspasara los límites virtuales de la pantalla de su
ordenador y se convirtiese en tinta negra sobre papel blanco, a ser posible con
una portada lo más impactante posible. La primera parte la daba por hecho, era
sólo cuestión de que la editorial enviase los archivos a la imprenta. La
segunda la comprobó cuando recibió la propuesta de portada.
-Es
una auténtica pasada, Lina –recordaba haberle dicho a la editora al recibir por
correo electrónico el archivo jpg con la imagen de la que, en caso de que él le
diese el visto bueno, iba a acabar
convirtiéndose en la portada de su primer libro.
El
diseñador había hecho un trabajo excelente. Había sido capaz de aunar en una
imagen las sensaciones que él quería que tuviesen sus lectores al zambullirse
en las páginas de su libro. Desasosiego. Intriga. Y algo de miedo.
Esos
tres ingredientes, mezclados magistralmente habían hecho que su libro fuese un
éxito de ventas, y que a las pocas semanas de salir a la venta hubiese batido
todos los récords de ventas conocidos en España hasta la fecha.
De
ser un completo desconocido pasó a protagonizar portadas de revistas
especializadas y programas de televisión. Y todo eso antes de dar el gran salto
y publicar internacionalmente. Siempre había estado de acuerdo en que las
comparaciones eran odiosas, pero cuando esas comparaciones lo ponían a la
altura de autores superventas de la talla mundial de Stephen King o Dan Brown,
no tenía más remedio que sentirse orgulloso.
Luego,
llegó el contrato con la Universidad. Profesor adjunto de literatura. Alguien
que servía como una especie de puente entre las asépticas enseñanzas de la
Universidad y la selva que era el mundo editorial en la vida real.
Pero
todo eso fue cuando estaba en la cresta de la ola. Lo malo era que la ola había
roto hace tiempo, y él se había quedado varado en la orilla. Lo había intentado
por todos los medios posibles, pero el miedo a convertirse en autor de un solo
éxito lo tenía totalmente bloqueado.
Al
principio, mintió a su agente y a la editorial acerca de un nuevo trabajo que,
no es que no hubiese despegado, es que no estaba siquiera en estado
embrionario. Intentó forzar una segunda parte de su gran éxito, quizás pensando
en convertirlo en una de las trilogías que tan de moda estaban en el mundo
editorial, pero la historia original no daba para más. La había concebido como
una historia auto conclusiva, y eso es lo que era. Intentó estirar los
personajes más allá de sus límites originales, pero la magia que los había
llevado a convertirse en un éxito en la obra publicada se diluía como
azucarillos en café caliente conforme iban pasando las páginas, hasta que
llegaban a convertirse en copias planas unos de otros, sin ninguna profundidad,
sin convicciones ni objetivos. Todo un desastre. Un desastre igual al que era
su vida ahora. Conforme habían ido
pasando los meses, su carácter se había ido agriando como un brik de leche que
se olvida fuera de la nevera. Ahora que Claudia se había ido, y echaba la vista
atrás, se daba cuenta del infierno que la había hecho pasar.
El
bombazo de su éxito fue lo que los impulsó a formalizar su relación. Se
compraron el piso con los beneficios del libro, y el futuro aparecía nítido y
brillante por delante de ellos. Pero su matrimonio, al final, resulta que
también iba acoplado en la misma ola que su libro. Y se quedó varado en la
misma orilla en la que su talento languidecía esperando ser recuperado. Ahora,
viéndolo desde la distancia, entendía que Claudia no soportase más sus cambios
de humor repentino, sus malas contestaciones, y sobre todo, entendía no
soportase que él se hubiera borrado del mapa. Porque el que no consiguiera
encontrar la historia en la que quería trabajar no quiere decir que no lo
intentase. Se pasaba las horas muertas tras volver del trabajo sentado delante
del ordenador. Escribiendo y borrando. Escribiendo y borrando. Una y otra vez. Su
vida en pareja había terminado. Sin más. No existía. Él era el sol, y ella la
Tierra que orbitaba a su alrededor sin tocarse jamás. Aunque por aquellos
entonces, él, más que como el sol, se sentía como una mierda y era ella la
mosca cojonera que la sobrevolaba sin dejar de molestar. Hasta aquella maldita
noche que daría media vida por borrar. Fue un guantazo, violento, que estalló
contra la mejilla de Claudia con un sonido que no olvidaría aunque viviese mil
años. Porque fue el sonido de su futuro perfecto rompiéndose y convirtiéndose en
la ciénaga que era su presente, y por la que se arrastraba un día tras otro
intentando sacar los pies del fango que cada vez lo tenía más atrapado.
La
puerta del edificio que debía haber resguardado su casa perfecta, con su amor
perfecto en su interior, lo recibió con la misma frialdad con la que lo había
estado haciendo desde que ella se fue. El portero electrónico, con su cámara de
alta definición incorporada lo espiaba desde encima de su hombro, ahora totalmente
inútil, porque no había nadie en casa para responder las llamadas.
Todo
a su alrededor lo culpaba, y lo hacía con razón.
Sacó
las llaves del bolsillo del abrigo y, perdido en sus negros pensamientos, la
introdujo en la cerradura y la giró. La puerta pareció permitirle el paso de
mala gana, remoloneándose. En silencio, y rogando por no encontrarse con ningún
vecino inoportuno, recorrió los pocos metros de pasillo que lo separaban del
ascensor. No creía que fuese capaz de soportar una insulsa conversación acerca
del tiempo con un perfecto desconocido, por muy
breve que ésta fuera. Afortunadamente, el trayecto vertical hasta la cuarta
planta lo realizó en total y absoluta soledad. Repitió el ritual de la
cerradura y la puerta, y entró en su piso, cerrando la puerta tras de sí.
-Hola
cariño –dijo con melancolía a la soledad que llevaba todo el día esperándolo
dentro. Colgó el abrigo en la percha que había tras la puerta, y puso en
funcionamiento el aparato de aire acondicionado. Otra de las desventajas de estar
solo. La casa siempre estaba fría cuando él llegaba. Pulsó los botones hasta
programar los veintidós grados, y de repente reparó en el extraño que repetía
sus movimientos desde el espejo del recibidor. Estaba totalmente irreconocible.
El pelo, que él siempre llevaba perfectamente recortado se había convertido en
una melena de color castaño que caía en desordenados mechones hasta llegar casi
a sus hombros. Su mejilla, que en otros tiempos era suave y siempre olía a
aftershave servía ahora de terreno de cultivo a una barba de varios días. Sin
darse cuenta, había empezado a descuidar su higiene personal. Por supuesto, se
duchaba a diario, pero eso no lo era todo. Sobre todo cuando trabajaba de cara
al público.
-Mierda
–dijo en voz baja a nadie.
Se
cogió el pelo hacia atrás, y descubrió que aún seguía allí. Todavía había
esperanza.
Mañana.
Mañana
iría al peluquero, y recuperaría su imagen de siempre.
Iba
a salir de toda aquella mierda. Iba a volver a escribir. Iba a volver a la
senda del éxito. Pero sobre todo, iba a dedicar el resto de su vida y hasta el
último ápice de energía de su cuerpo y su mente a conseguir que Claudia lo
perdonase.
Se
dirigió a la alacena y cogió al azar un par de latas de conserva. Luego abrió
la nevera, que era todo un ejemplo de cómo gastar energía absurdamente, porque
estaba prácticamente vacía, y cogió la última cerveza. Otra tarea para hacer
mañana. Recuperar su vida, primero. Ir al supermercado, después.
Puso
la televisión, y como siempre, no le hizo ni puñetero caso al programa que
estaban emitiendo. Devoró el contenido de ambas latas con la mirada perdida en
los conjuntos de píxeles sin significado que en otro momento, en otro mundo,
habían sido imágenes en la televisión. Apuró la cerveza, y dejó escapar un
sonoro eructo. Parecía que las buenas costumbres se estaban evaporando junto al
resto de su personalidad anterior.
Miró
su reloj de pulsera. Las manecillas marcaban las once y cuarto de la noche. En
su nueva realidad, las horas iban y venían a su antojo, pasando a toda
velocidad o haciéndose eternas según les venía en gana.
Mañana
no tenía que ir a trabajar hasta después de almorzar.
Mañana.
Una
promesa de cambio.
Se
levantó del sofá y fue hacia el despacho. Miró desde la puerta a su gran
enemigo. Un quad i7 con dieciséis megas de RAM que tenía capacidad para hacer
él solito los efectos especiales de la nueva entrega de la saga de la Guerra de
las Galaxias. Otro de los indicios de su vida anterior de derroche. Él lo usaba
sólo para escribir y mirar el correo. Algo así como coger un fórmula uno para
ir al supermercado a hacer la compra.
Apartó
la silla ergonómica y encendió el equipo. La pantalla se iluminó pidiendo la
contraseña. Claudia. ¿Es que acaso había otra posibilidad?
Apretó
la tecla de entrada, y su escritorio, tan vacío casi como su propia vida, le
mostró los iconos del programa de correo y del procesador de textos. Casi por
inercia, y sin ningún interés, pulsó dos veces sobre el icono del correo.
Veinticinco mensajes sin leer. Más de la mitad estaban marcados como spam. Un
par de ellos de la editorial, como se había vuelto casi una costumbre en los
últimos meses. El asunto de ambos dejaba muy claro el contenido de los mensajes,
que fueron enviados a la papelera sin siquiera abrirlos. Ya estaba a punto de
cerrar el gestor de correo cuando sonó la campana que señalaba la llegada de un
nuevo mensaje. A pesar de que ya estaba curtido en mil batallas en todo lo
referente a la recepción de mensajes con publicidad, aquel le llamó poderosamente
la atención.
Lo enviaba
alguien que se había puesto por nombre Tu
sueño hecho realidad, y el asunto del mensaje no podía ser más oportuno:
Olvida para siempre el miedo a la página en blanco.
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